De Et sic in infinitum – https://www.youtube.com/watch?v=IiaUXNjeAHM, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=99581109

El cómplice y el soberano

Intervención ante la comisión DU.PRE el 28-XI-2022

Por Giorgio Agamben (filósofo, ensayista y autor italiano)

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Quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la situación política extrema que hemos vivido y de la que sería ingenuo creer que hemos salido o incluso que podemos salir. Creo que, incluso entre nosotros, no todo el mundo se ha dado cuenta de que a lo que nos enfrentamos es cada vez más a un abuso flagrante en el ejercicio del poder o a una perversión -por grave que sea- de los principios del Derecho y de las instituciones públicas. Más bien creo que nos enfrentamos a una línea de sombra que, a diferencia de la de la novela de Conrad, ninguna generación puede creer que puede cruzar impunemente. Y si, algún día, los historiadores investigan lo que ocurrió al amparo de la pandemia, resultará, creo yo, que nuestra sociedad tal vez nunca antes había alcanzado un grado tan extremo de atrocidad, irresponsabilidad y, al mismo tiempo, desintegración. He utilizado correctamente estos tres términos, atados hoy en un nudo borromeo, es decir, un nudo en el que cada elemento no puede ser desatado por los otros dos. Y si, como afirman algunos no sin razón, la gravedad de una situación se mide por el número de homicidios, creo que este índice es también mucho mayor de lo que la gente ha creído o pretende creer. Tomando prestada de Lévi-Strauss una expresión que utilizó para referirse a la Europa de la Segunda Guerra Mundial, se podría decir que nuestra sociedad se ha «vomitado a sí misma». Por eso creo que no hay salida para esta sociedad de la situación en la que se ha encerrado más o menos conscientemente, a menos que algo o alguien la ponga en cuestión de arriba abajo.

Pero no es de eso de lo que quería hablarles; más bien me gustaría preguntarme junto con ustedes qué hemos hecho hasta ahora y qué podemos seguir haciendo en una situación así. De hecho, estoy totalmente de acuerdo con las consideraciones contenidas en un documento difundido por Luca Marini sobre la imposibilidad de una reconciliación. No puede haber reconciliación con quienes han dicho y hecho lo que se ha dicho y hecho en los dos últimos años.

No tenemos simplemente ante nosotros a hombres que se han engañado a sí mismos o han profesado opiniones erróneas por alguna razón, que podemos tratar de corregir. Los que piensan esto se engañan a sí mismos. Tenemos ante nosotros algo diferente, una nueva figura del hombre y del ciudadano, por utilizar dos términos familiares a nuestra tradición política. En todo caso, se trata de algo que ha ocupado el lugar de esa hendíasis y que propongo denominar provisionalmente con un término técnico del Derecho penal: el cómplice -siempre que dejemos claro que se trata de una figura especial de complicidad, una complicidad absoluta, por así decirlo, en el sentido que trataré de explicar-.

En la terminología del derecho penal, el cómplice es aquel que ha realizado una conducta que no constituye en sí misma un delito, pero que contribuye a la acción delictiva de otra persona, el delincuente. Nos hemos encontrado y nos encontramos ante individuos -en realidad, ante toda una sociedad- que se ha hecho cómplice de un delito en el que el delincuente está ausente o, en todo caso, le es innombrable. Una situación paradójica, es decir, en la que sólo hay cómplices, pero el delincuente está ausente, una situación en la que todos -ya sea el presidente de la República o un simple ciudadano, el ministro de Sanidad o un simple médico- actúan siempre como cómplices y nunca como delincuentes.

Creo que esta singular situación puede permitirnos leer el pacto hobbesiano desde una nueva perspectiva. Es decir, el contrato social ha tomado la figura -que es quizá su verdadera figura extrema- de un pacto de complicidad sin delincuente -y este delincuente ausente coincide con el soberano cuyo cuerpo está formado por la misma masa de cómplices y no es, por tanto, más que la encarnación de esta complicidad general, de este ser-cómplices, es decir, el conjunto, de todos los individuos.

Una sociedad de cómplices es más opresiva y asfixiante que cualquier dictadura, porque los que no participan en la complicidad -los no cómplices- están pura y simplemente excluidos del pacto social, no tienen cabida en la ciudad.

Hay también otro sentido en el que se puede hablar de complicidad, y es la complicidad no tanto y no sólo entre el ciudadano y el soberano, sino también y más bien entre el hombre y el ciudadano. Hannah Arendt ha mostrado repetidamente lo ambigua que es la relación entre estos dos términos, y cómo en las Declaraciones de Derechos se trata en realidad de la inscripción del nacimiento, es decir, de la vida biológica del individuo, en el orden jurídico-político del Estado-nación moderno.

Los derechos se atribuyen al hombre sólo en la medida en que es el requisito previo inmediatamente diluido del ciudadano. La emergencia permanente en nuestro tiempo del hombre como tal es indicio de una crisis irreparable de esa ficción de identidad entre hombre y ciudadano en la que se funda la soberanía del Estado moderno. Lo que hoy tenemos ante nosotros es una nueva configuración de esta relación, en la que el hombre ya no pasa dialécticamente al ciudadano, sino que establece con éste una relación singular, en el sentido de que, con el nacimiento de su cuerpo, proporciona al ciudadano la complicidad que necesita para constituirse políticamente, y el ciudadano, por su parte, se declara cómplice de la vida del hombre, cuyo cuidado asume. Esta complicidad, se habrán dado cuenta, es la biopolítica, que ahora ha alcanzado su configuración extrema -y esperemos que final-.

La pregunta que quería hacerle entonces es la siguiente: ¿hasta qué punto podemos seguir sintiéndonos obligados con esta sociedad? O si, como creo, seguimos sintiéndonos obligados de algún modo, ¿de qué manera y dentro de qué límites podemos responder a esta obligación y hablar públicamente?

No tengo una respuesta exhaustiva, sólo puedo decir, como el poeta, lo que sé que ya no puedo hacer.
Ya no puedo, ante un médico o cualquier persona que denuncie la forma perversa en que se ha utilizado la medicina en los dos últimos años, no cuestionar en primer lugar la propia medicina. Si no nos replanteamos desde el principio en qué se ha convertido progresivamente la medicina, y tal vez toda la ciencia de la que pretende formar parte, no podremos esperar en modo alguno detener su curso mortífero.

Ya no puedo, ante un jurista o cualquier persona que denuncie la forma en que se han manipulado y traicionado la ley y la constitución, no cuestionar la ley y la constitución en primer lugar. ¿Es necesario, por no hablar del presente, que recuerde aquí que ni Mussolini ni Hitler necesitaron cuestionar las constituciones vigentes en Italia y Alemania, sino que encontraron en ellas los dispositivos que necesitaban para instaurar sus regímenes? ¿Es posible que el gesto de quienes hoy pretenden basar su batalla en constituciones y derechos esté ya derrotado de entrada?

Si he evocado esta doble imposibilidad, no es en nombre de vagos principios metahistóricos, sino, al contrario, como consecuencia ineludible de un análisis preciso de la situación histórica en la que nos encontramos. Es como si ciertos procedimientos o ciertos principios en los que creíamos o, más bien, fingíamos creer, hubieran mostrado ahora su verdadero rostro, que no podemos dejar de mirar.

No pretendo con ello devaluar o considerar inútil el trabajo crítico que hemos realizado hasta ahora y que sin duda seguiremos realizando hoy aquí con rigor y agudeza. Esta labor puede ser y es ciertamente útil desde el punto de vista táctico, pero sería una prueba de ceguera identificarla sin más con una estrategia a largo plazo.
Desde esta perspectiva, queda mucho por hacer y sólo puede hacerse abandonando sin reservas conceptos y verdades que damos por sentados. El trabajo que tenemos ante nosotros sólo puede comenzar, según una bella imagen de Anna Maria Ortese, allí donde todo está perdido, sin compromiso y sin nostalgia.

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